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jueves, 18 de enero de 2018

La artista que plantó cara a la dictadura de la minifalda


Con carácter y respuestas para todo, puso condiciones sobre su atuendo cuando era una chica de orquesta

Lo dice con una sonora carcajada en medio, pero no parece que mienta: «Yo pude ser millonaria varias veces, pero preferí ser feliz. Qué le vamos a hacer... igual me hubiese ido mejor de otra manera. Pero aquí estoy, y soy relativamente feliz. Así que no me puedo quejar, ¿no crees?». Ella es Ana Angueira, mucho más que una cantante, aunque eso sea a lo que se dedique para ganarse el pan y sobrevivir en un mercado en el que todavía hay quien llama a una artista para contratarla y, en vez de preguntarle por lo que hace, le pregunta cómo tiene las piernas. Menos mal que ella, que está de vuelta de casi todo, tiene respuestas para eso y para mucho más. La conversación con Ana es como los rayitos de sol que salieron ayer en medio del día gris: está cargada de energía y luz. Su voz, esa que lo mismo canta boleros que coplas o lo que se tercie, alegra por donde pasa. Y eso que ayer era el Blue Monday, en teoría y para algunos, el día más triste del año.
Ana vive en Barro con su familia numerosa. No se imaginen una recua de hijos. Nada que ver. Ella comparte vida con Lupo y Peque, dos perros, y con Marujita, una gata a la que retiró de la calle. Los cuatro se pelean por el sofá en un ático de San Antoniño, al que Ana llegó hace cosa de una década. Porque ella, en realidad, es natural de Busto, una aldea de Rois (A Coruña). Quizás por ser música o quizás por su historia, en cuanto empieza a contar cómo fue su vida, cómo con 17 años se marchó a A Coruña con ansias de vivir en la ciudad, estudiar y ser cantante, es como si alguien encendiese la radio y empezase a sonar esa mítica pieza que tan popular hicieron Juan Pardo y Júnior, la de la Anduriña que de la aldea voló y se escapó.
Antes de ser como la chica de la canción, Ana ya sabía bien lo que era trabajar. A los 14 años iba a Santiago a ayudar en un hospedaje de estudiantes que regentaba su tía. Un día, a los 17, una amiga le dijo que tenía un número de teléfono que le cambiaría la vida. Ana recorrió un kilómetro para poder llamar, porque en Busto no había entonces teléfonos en todas las casas. La llamada hizo que acabase viajando a A Coruña para hacer una prueba para un grupo musical. No la cogieron. Dio igual. Descubrió la ciudad y allí se quedó. Al poco tiempo era la cantante de Black Boomerang y con ellos recorría las carreteras de Castilla-León de verbena en verbena.
Ana dice que su vida no fue fácil. Y, entonces, vale más por lo que calla que por lo que cuenta. «Vi muchas cosas, pero hay cosas que jamás contaré. Vi morir a muchísima gente, con eso ya digo bastante», indica. Habla, eso sí, de las barbaridades a las que muchas veces se tuvo que enfrentar por ser una chica de orquesta. «Menos mal que siempre tuve respuesta para todo, sufrí a veces pero me defendí bastante. Pero también me expuse muchas veces... Mi ángel de la guarda no debió dejar de trabajar nunca, le di bastante guerra», señala ella. Dice que tuvo suerte con sus representantes, a los que les puso condiciones en cuanto al vestuario y aceptaron sin demasiados problemas. «Desde los veinte y pocos años arrastro problemas de bronquios por tanto frío que pasé cantando. Así que empecé a poner condiciones. Yo les decía que en el primer pase no me ponía minifalda y en el segundo ya veríamos, en parte por el frío y en parte porque consideraba que no era necesario. Empecé a llevar mallas y cosas así, que yo misma diseñaba», explica Ana.
Eran años en los que trabajaba en orquestas como Show Pao. Insiste en la dureza de su vida. Y cuenta que una vez estuvo a punto de dejarlo todo y marcharse a Nueva York, donde tiene familia. «Pero siempre que estoy a punto de dejarlo la música me vuelve a atrapar», cuenta, mientras narra también sus experiencias como pinchadiscos o como presentadora de karaokes por toda cuanta villa gallega se pusiese a tiro. Una vez, viviendo en A Coruña, sintió que ya no podía más con el ruido de la noche. Y decidió dar un paso atrás. «Necesitaba hacer otras cosas», cuenta. Trabajó en varios sectores. Y le encantó probar suerte en el mundo del diseño. Pero cuando la crisis arreció, por pura necesidad, se reencontró con la música.
Actividades para los niños
Lo hizo ya desde Pontevedra y luego desde Barro. Reconoce que llegó a este municipio porque topó una vivienda barata. Y que pensó que como mucho estaría en él dos años. Lleva diez. Y de momento no piensa en marcharse. No es una desconocida entre el vecindario. No en vano, además de haber hecho amigos, se ha convertido en voluntaria del Concello a raíz de unas prácticas que hizo en la Administración local. Ha prestado ayuda para decorar el pazo da Crega en Samaín o Navidad y participa en actividades para niños. Laboralmente, señala que sobrevive con su voz. Le gustaría llegar a grabar un disco. Pero de momento está centrada en tocar allí donde la llaman, sobre todo en cenas con baile. Su voz hace compañía a reuniones de lo más variopinto. Dice que su estilo «o gusta u horroriza», porque no es capaz de imitar a las artistas, sino que reinterpreta con su propio sello grandes temas de la música. Si le dan a elegir, ella se pasaría el día cantando
El hombre del piano
de Ana Belén o
Desde que tú te has ido
de Mocedades. A veces, si toca cerca de casa o ante conocidos, su madre va a verla. Lo cuenta y se emociona. Tiene 49 años. Pero nunca dejó de ser la anduriña que voló.
«Mi ángel de la guarda no debió de dejar de trabajar nunca, le di guerra», señala
Estuvo en orquestas como Show Pao y formó parte del grupo coruñés Black Boomerang

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